Los árboles mejoran el rendimiento de los niños en el colegio
Un estudio en España vincula las zonas verdes a un 10% menos de problemas de atención
A veces los científicos se lo ponen fácil a los políticos. El primer
estudio sobre el impacto de las zonas verdes en el desarrollo cognitivo
de los niños ha mostrado un aparente efecto positivo de los árboles en
procesos como la memoria, la atención y la resolución de problemas. Los
autores han observado durante más de un año a casi 2.600 niños de entre 7
y 10 años, escolarizados en 36 colegios de Barcelona. Sus datos
muestran, por ejemplo, que en los centros con más zonas verdes se
detecta un 10% menos de problemas de atención entre los alumnos, según
explica el médico Jordi Sunyer, principal autor del estudio y codirector del Centro de Investigación en Epidemiología Ambiental (CREAL), en Barcelona.
“Nuestra conclusión es que hay que crear más zonas verdes dentro de los colegios y alrededor de ellos”, expone Sunyer. Su equipo, con investigadores de la Universidad de California (EE UU) y otras instituciones europeas, señala a un posible culpable de este vínculo: el carbono negro, unas partículas muy finas generadas principalmente en la combustión de los motores diésel. Esta contaminación puede influir en la maduración del cerebro y en el desarrollo mental de los niños, según estudios realizados en animales. Los árboles la contrarrestan.
“Estas partículas miden menos de 0,7 micras [millonésimas partes de un metro], entran hasta el fondo del pulmón y llegan a inflamar el cerebro. La contaminación explicaría hasta el 50% de los problemas de atención y un 20% de los problemas en memoria de trabajo [los procesos mentales para almacenar temporalmente la información y manipularla]”, apunta Sunyer. Su trabajo, que se publica hoy en la revista científica estadounidense PNAS, forma parte del proyecto Breathe, financiado con 3,5 millones de euros por la Comisión Europea.
Los 600 niños analizados en colegios con menos zonas verdes presentan
un 5% menos de desarrollo cognitivo que los 600 chavales en escuelas
más arboladas, subraya el epidemiólogo holandés Mark Nieuwenhuijsen,
coautor del estudio y también investigador del CREAL. “Un 5% de
promedio en una población es mucho”, valora. Los científicos no han
detectado ninguna influencia de factores socioeconómicos. En Barcelona,
los colegios con más zonas verdes no están necesariamente en los barrios
más ricos.
Los autores tampoco han observado en el fenómeno un papel importante del ruido del tráfico o del mayor ejercicio físico asociado a las zonas arboladas, aunque no lo descartan. “Desconocemos cuáles son los mecanismos, más allá de la reducción de la contaminación. Podemos especular con teorías neuropsicológicas, que sugieren que la naturaleza tiene propiedades antiestrés, pero las evidencias científicas sobre ello no son muy contundentes”, admite Sunyer.
Una de las principales limitaciones del estudio es que no ha demostrado una relación causa-efecto, sino que solo ha detectado un posible vínculo. “No podemos estar seguros de que las asociaciones observadas entre el desarrollo cognitivo y las zonas verdes no estén debidas a factores no considerados por los autores”, opina Andy Jones, experto en salud pública de la Universidad de Anglia del Este (Inglaterra), en la web Science Media Centre.
Jones, ajeno al estudio, recalca que los autores han medido las zonas verdes mediante satélites. “Saben la cantidad de vegetación en el entorno de los niños, pero no si los niños realmente entraron en contacto con ella”, matiza. Otro punto débil del trabajo, según Jones, es que solo tiene en cuenta el nivel educativo de las madres de los niños. “Podría ser que otras características familiares no tenidas en cuenta pudieran explicar las asociaciones observadas, al menos parcialmente”, remacha.
EL PAÍS
“Nuestra conclusión es que hay que crear más zonas verdes dentro de los colegios y alrededor de ellos”, expone Sunyer. Su equipo, con investigadores de la Universidad de California (EE UU) y otras instituciones europeas, señala a un posible culpable de este vínculo: el carbono negro, unas partículas muy finas generadas principalmente en la combustión de los motores diésel. Esta contaminación puede influir en la maduración del cerebro y en el desarrollo mental de los niños, según estudios realizados en animales. Los árboles la contrarrestan.
“Estas partículas miden menos de 0,7 micras [millonésimas partes de un metro], entran hasta el fondo del pulmón y llegan a inflamar el cerebro. La contaminación explicaría hasta el 50% de los problemas de atención y un 20% de los problemas en memoria de trabajo [los procesos mentales para almacenar temporalmente la información y manipularla]”, apunta Sunyer. Su trabajo, que se publica hoy en la revista científica estadounidense PNAS, forma parte del proyecto Breathe, financiado con 3,5 millones de euros por la Comisión Europea.
El carbono negro, unas partículas muy finas
generadas en la combustión de los motores diésel, puede interferir en el
desarrollo cerebral de los niños
Los autores tampoco han observado en el fenómeno un papel importante del ruido del tráfico o del mayor ejercicio físico asociado a las zonas arboladas, aunque no lo descartan. “Desconocemos cuáles son los mecanismos, más allá de la reducción de la contaminación. Podemos especular con teorías neuropsicológicas, que sugieren que la naturaleza tiene propiedades antiestrés, pero las evidencias científicas sobre ello no son muy contundentes”, admite Sunyer.
Una de las principales limitaciones del estudio es que no ha demostrado una relación causa-efecto, sino que solo ha detectado un posible vínculo. “No podemos estar seguros de que las asociaciones observadas entre el desarrollo cognitivo y las zonas verdes no estén debidas a factores no considerados por los autores”, opina Andy Jones, experto en salud pública de la Universidad de Anglia del Este (Inglaterra), en la web Science Media Centre.
Jones, ajeno al estudio, recalca que los autores han medido las zonas verdes mediante satélites. “Saben la cantidad de vegetación en el entorno de los niños, pero no si los niños realmente entraron en contacto con ella”, matiza. Otro punto débil del trabajo, según Jones, es que solo tiene en cuenta el nivel educativo de las madres de los niños. “Podría ser que otras características familiares no tenidas en cuenta pudieran explicar las asociaciones observadas, al menos parcialmente”, remacha.
EL PAÍS
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