15 de
Julio de
2015
España no lee. Y como no lee, no se entiende a sí misma. Ni sabe
lo que le pasa. Ni valora lo que le pasó. España no lee y no se entera.
Lo dice el barómetro del CIS. Pero los detalles de la encuesta quedarán
sepultados en las páginas de unos periódicos en los que la gente no se
parará.España no lee. Ni quiere. Ni le abochorna no leer. Aunque algunos parezcan responder a la encuesta con pudor. Con la leve sospecha de que si confiesan su alergia a lo impreso quedarán mal. Será por eso que hay quien dice que se puede caer en la tentación una única vez. El cuarenta y cuatro por ciento de los españoles dice haber leído un libro o ninguno. En un año. Sin especificar cuál. Los optimistas antropológicos confiarán en que estén memorizando Por el camino de Swann en edición bilingüe y anotada. O aprendiéndose las Soledades de Góngora para rivalizar con la retentiva ciclópea de Dámaso Alonso que era capaz de recitar los mil primeros versos sin mirar un papel. O atrapados en el grácil bucle eterno de Gödel, Escher y Bach. Luego, la despiadada realidad de los superventas demostrará que para muchos el “libro leído” es ése de recetas salpimentado con grandes fotografías satinadas. Y a ver quién se atreve a explicar que asimilar las palabras e ingredientes de la carbonara puede ser muy reconfortante para el estómago pero no es leer.
Lo triste de esta España de charanga y pandereta no es que el Mañana Efímero sea hoy, es que no se dará cuenta porque nadie se habrá parado a disfrutar de Machado. Porque Machado y los suyos han sido condenados a la categoría de deber escolar.
Como Cervantes. Sostienen, cargados de autoridad los encuestados del CIS, que leer el Quijote debería ser obligatorio. Y la pregunta viene ya preñada del malentendido. Ése que se empeñan en perpetuar los que hablan de enfrentarse a la lectura, los que disocian los libros del placer. Tan absurdo como si nos tuvieran que obligar a comer jabugo por decreto ley.
La maldición de la lectura obligatoria –¿puede haber término más perverso?- se ha quedado en el recuerdo de esos encuestados que llegaron a aquel lugar de La Mancha empujados por los planes de estudio de la EGB. El veinte por ciento de los españoles dice haber leído el libro entero, más de la mitad en el instituto o en el colegio. Otro veinte por ciento recuerda vagamente haber chapoteado en algún capítulo. Unos cuantos recurren a la excusa de la versión abreviada o la infantil. Y cuatro de cada diez no tienen problema en confesar que el Ingenioso Hidalgo ni fu, ni fa. Ni se lo han llevado a la boca, ni se lo llevarán.
Dicen los que se han resistido que no se enredan en la lectura porque es un libro difícil. Porque es muy largo. Porque se refiere a una época muy antigua –bienvenidos admiradores irredentos de las modernas sagas juegotronísticas. Aunque lo que espanta a la mayoría es “el lenguaje en el que está escrito” (SIC). Podríamos llegar a sospechar que Cervantes utilizó un idioma arcano imposible de descifrar. Quizá temen encontrarse con un castellano disecado y polvoriento como del Cantar del Mío Cid. Y da pena. Porque se presupone que aquello que se convirtió en bestseller a principios del XVII es demasiado para un lector de hoy. Y quizá es mejor no imaginar a un Cervantes del siglo XXI peregrinando en vía crucis de editorial en editorial.
A Cervantes, pobre autor marginal que podría haber inaugurado el camino outsider mucho antes de que lo descubrieran los románticos o los beat, le habría fascinado el lector actual. Ése que no sabe o no contesta si ha leído El Quijote. Ése que preguntado por algún personaje sigue sin saber y sin contestar. O ese otro sabiondo y memorioso que cuando tiene que mencionar algún nombre de la trama se saca de la manga el comodín de Ginés de Pasamonte, bellaco y ladrón. Y en un desliz increíble, casi un retruécano para demostrar que realmente nadie lee, los señores del CIS escriben bellaco con uve. No me atrevo a reproducirlo para que no se sacudan los huesos de Cervantes allá donde estén.
Esos huesos que sin duda se estremecen al descubrir que tampoco los que decían haber leído las andanzas de su Quijote sabían quién era. ¿Sabría decirme cuál era su nombre real? Ocho de cada diez no aciertan al contestar. Son menos aún los que recuerdan que tras Dulcinea del Toboso se esconde la zafiedad de una Aldonza Lorenzo que poco tiene de dama y poco tiene de hermosa.
No debe extrañarnos. Es el peligro que tiene no leer: nos terminamos convirtiendo en seres más fáciles de engañar. Y al final no distinguiremos la trampa ni el espejismo, ni a Dulcinea de Aldonza, ni la versión edulcorada de la vida de la lija raposa de la realidad. En el país en el que gana el que no sabe y no contesta -o el que no sabe pero contesta igual- no puede sorprendernos que no nos gusten los libros. Y en el fondo, qué más da… Como no leemos, tampoco nos vamos a enterar.
Marta Fernández
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