Jaime Noguera

En 1937, en el municipio madrileño de
Ciempozuelos, se produjo
uno de los enfrentamientos más exóticos de nuestra Guerra Civil.
Si bien todos hemos oído (algunos incluso lo hemos leído) que
soviéticos, alemanes e italianos apoyaron a uno u otro bando y que en el
ejército de Franco había muchos marroquíes, pocos han escuchado hablar
de la participación en nuestra contienda fratricida de la
Brigada Irlandesa. Se trató de un grupo de centenares de
voluntarios irlandeses
que apoyaron a la causa fascista durante la Guerra Civil Española. y
que, en una ocasión se enfrentó en feroz combate, durante una hora, a
una unidad del mismo bando del suyo. No sabemos como se dice
“gafe” en gaélico, pero, a juzgar de la historia operativa de esta unidad formada por
ultra católicos, parece que tenían uno encima del tamaño de su isla.
A los irlandeses llegados para salvarnos del comunismo
no les pagamos el viaje, les vestimos tan mal que los tirotearon,
se los comieron los piojos, pasaron más frío que pelando rábanos, no aguantaron
nuestro aceite de oliva y son recordados más por sus
peleas tabernarias en la retaguardia que por su paso por el frente.
“¡ Al infierno con esos comunistas españoles!”
Corría el año 1936 y tras el
alzamiento militar en España los
periódicos de la muy católica Irlanda, tras comprobar que algún
republicano que otro se tomaba al pie de la letra el adagio de
Kropotkin “ la única iglesia que ilumina es la que arde”,
crepitaron con titulares en los que advertían sobre el peligro satánico
que suponía la posible victoria del comunismo en España.
Rápidamente se llamó desde la Iglesia Católica Irlandesa a lanzar una
cruzada contra los “enemigos de la cristiandad” en nuestro país. Como
leemos en el blog
Norte de Irlanda,
Monseñor Fitzgerald, el obispo irlandés de
Gibraltar, animó a ello declarando:”
Se trata del porvenir de la religión del orden y del bien, no solo para España, sino para una gran parte del mundo”.
En
Drogheda ciudad irlandesa y lugar nacimiento de
Pierce Brosnan, el cardenal
Mac Rory, se preguntaba si
“España será, como lo fue siempre, una tierra cristiana y católica o si va a ser una tierra bolchevique y hostil a Dios”.
La guinda del pastel se ponía al otro lado del océano, en la muy irlandesa
Nueva York. Allí, el
Cardenal Hayes denunciaba a
“los enemigos sanguinarios y diabólicos de Dios y de su iglesia”. Había consenso entre entre las fuerzas más reaccionarias del joven país y los
hiberno-estadounidenses en que había que
defender a la Cristiandad, así que el
General Franco
se convertía en una especie de arcángel salvador al que había que
apoyar. Se hicieron diversas colectas para sufragar, por ejemplo, la
compra y envío de ambulancias al lado “nacional”.
“Que venía yo, mi Caudillo, a ofrecerle voluntarios irlandeses”
Ante este escenario histérico, el líder fascista irlandés
Eoin O’Duffy (creador de los
Camisas Azules, el equivalente a los infames Camisas Pardas de Hitler pero en su versión
Isla Esmeralda) vio que se le abría una excelente oportunidad para
aumentar su prestigio
y su poder en Irlanda, por lo que, ni corto ni perezoso, se plantó en
España para reunirse con varios líderes rebeldes y ofrecer a Franco una
unidad especial de
aguerridos soldados irlandeses. Aquí se reunió
Mola, tras una reunión con el Caudillo en la que
informó sobre el ardor guerrero de O’Duffy y sus hombres, le anunció que
aceptaban la oferta. El irlandés, en lugar de gritar simplemente
¡mola! , según
Requetes.com, le respondió
“Veo el espíritu de una gran nación que se alza tan duro como el acero templado, para defender de nuevo, como España tantas veces lo hizo en el pasado, la gloria de la civilización cristiana frente a los asaltos de bárbaros y paganos (…) Irlanda hará todo lo que pueda para ayudar a su amiga y aliada histórica en la Cruzada gloriosa que conduce con tanto éxito”. (Siempre me ha asombrado el
verbo florido de estos individuos, oiga. ¡Qué manera de argumentar, sin trastabillarse ni un ápice!).
“¡Apuntaros, que nos vamos para España!”
Para finales de 1936, ya se habían presentados
7000 voluntarios
para venir a España. De ellos fueron seleccionados 700 y en 1936 estaba
listos para partir hacia nuestro país. Entonces el Parlamento de
Dublín, preocupado por la situación, votó en trámite de urgencia una ley
que
prohibió a todo ciudadano irlandés acudir a combatir a España
bajo pena de multa y encarcelamiento. Sin embargo, con la iglesia
topaba el parlamento, que no se atrevió a hacer nada para impedir la
partida del primer buque cargado con
carne de cañón fresca para Franco. Barco que fletó O’Duffy con su propio dinero, ya que los españoles (dice la
Wikipedia) nos hicimos los remolones a la hora de pagar.
“¡Oiga, que contra los vascos no luchamos, que nos caen bien”
Un dato curioso es que O’Duffy solicitó a Franco que su unidad de voluntarios
no entrase en combate con nacionalistas vascos, por ser estos fervientes católicos (perro no come perro) y tener estos
“tanto derecho a la separación de España como los seis condados del Ulster”.
El dictador en ciernes aceptó esta condición del patrocinador de la
expedición, pero no aceptó que los irlandeses se integrasen en los
regimientos de los
Requetés (los ultra-católicos nacionales, de los que Franco no se fiaba demasiado), así que estos acabaron en las filas del
Tercio.
Del Ferrol a Cáceres
Estaba los estibadores de
El Ferrol tan tranquilos tomándose un café cuando llegó un barco cargadito hasta los topes de irlandeses con la garganta más seca que un
bocadillo de polvorones. Eran los voluntarios de O’Duffy. Alguien debió de ponerse nervioso y llamar por teléfono a la autoridad pertinente
–Oiga, que hay aquí unos
señores que hablan raro, no paran de preguntar por un tal Guiness y
quieren saber cómo se llega al frente.
–¡Ostras, los irlandeses! ¿Han venido? ¡Qué pesados son! Diganles que ahora mismo les mandamos unos camiones.
Los hijos de Irlanda fueron llevados a
Cáceres, en
Extremadura, donde recibieron entrenamiento y fueron equipados con unos
uniformes alemanes que cogían polvo en el cuartel y que fueron tintados
de verde clarito. En estos colocaron unos pins con unas
harpas plateadas. Imaginamos que para que en los bares les pusiesen
la cerveza adecuada.
La monumental ciudad les acogió bien. Su
banda de gaiteros (llamada
Banda de Gaiteros Anti Comunistas de Santa María)
actuaba en las procesiones y las autoridades decoraron algunos
edificios con su bandera nacional. Pero, según lo escrito en algunas de
las memorias años después, el alcohol hizo pronto estragos entre los
voluntarios. Hubo una pelea que se saldó con
la muerte de un magrebí
y la detención de algunos irlandeses. Y es que estos últimos tenían
unas ganas tremendas de darse de tiros contra los “rojos ateos”.
Pero no todo iba a ser
darle al mollate, flirtear
con las locales y darse de piñas hasta caer exhaustos, no. Los
irlandeses recibieron orden de dirigirse al muy transitado frente del
Jarama. Quizás para dejar buen sabor de boca, antes de marchar al
frente,
los voluntarios entregaron al prelado cacereño 1.500 pesetas «para sus sacerdotes».
La Batalla de Ciempozuelos o jarana en el Jarama
El 16 de febrero de 1937, los irlandeses sufrieron su
bautizo de plomo. Durante una hora entera con sus sesenta minutos se desarrolló un furioso tiroteo en
Ciempozuelos.
Los O’Ryan, los O’Sullivan y los Murphy se batieron con esmero contra
las arremetidas del enemigo asaltante Cuando el polvo y la cordita se
extinguieron, comprobaron con estupor que habían tenido su primer
combate contra… una columna de
falangistas canarios. Igual fue el color raruno de los uniformes, pero aquella tontada de confusión le costó la vida, según
Historia de Iberia Vieja, a cuatro irlandeses y, según el artículo en inglés de la
Wikipedia, de
trece desgraciados canarios.
“¡Hasta aquí llegó la shit!”
Tras la gran
cagada de Ciempozuelos, los irlandeses
tardaron casi un mes en volver a entrar en combate. Durante esos días
les pasó casi de todo. Ataques de artillería, de francotiradores (a un
tal
Tom McMullen tuvieron que amputarle una pierna,
tras recibir un disparo) y de postre, el mal tiempo. Llovió a cántaros y
las trincheras se convirtieron en bañeras de barro frío. Ante la falta
de ropa de recambio, algunos soldados tuvieron que
llevar el mismo uniforme hasta doce semanas. Y por si fuera poco, los colchones donde intentaban dormirse eran una verbena de piojos.
A pesar de esto, el 13 de marzo de 1937 los irlandeses volvieron a la
acción- Esta vez lanzaron una maniobra de distracción contra las tropas
republicanas de la
Novena División en el municipio madrileño de
Titulcia. Dos de los voluntarios murieron antes de ser rechazado el ataque por los republicanos.
Al día siguiente los desanimados hombres de O’Duffy dijeron que iba a volver a lanzar una ofensiva
“Rita, the singer”.
Ante tal declaración de intenciones, los militares nacionales les
condenaron al ostracismo. Los irlandesitos se dedicaron a barrer sus
posiciones en las trincheras de los cerros de
La Marañosa, y a pensar en las musarañas.
De vuelta a Irlanda
El frente del Jarama no es que fuese precisamente Disneylandia. Los
brigadistas, que se quejaban del desapacible clima (esto era quejar por
quejarse, ¡ni que Irlanda fuese Tenerife precisamente!) y de la
comida aceitosa recibieron contrariados la noticia de que el
Capitán Gunning
(adjunto de O’Duffy) había desertado con los pasaportes y los salarios
de sus soldados en el petate, por lo que la moral se vino abajo como la
espuma de una
Kilkenny.
En abril de 1937, con la bendición de Franco, se anunció la
repatriación de todos los voluntarios a Irlanda.
A su llegada a Dublín, en junio, desfilaron ante una multitud de
curiosos para ser luego recibidos con frialdad en el ayuntamiento
capitalino. Poco después la Brigada Irlandesa era definitivamente
disuelta.
¿Y qué pasó con O’Duffy?
El impulsor de la Brigada Irlandesa escribió la historia de sus (sic) “cruzados” en el libro
Crusade in Spain, (“Cruzada en España”). Para terminar de cubrirse de gloria, en 1943 ofreció a
Hitler una
división de voluntarios irlandeses para
luchar contra el comunismo
en el frente ruso. Adolfo pensó que el hombre pasaba demasiado tiempo
en los pubs y pasó olímpicamente de él. O’Duffy, que gestionaba mal que
le rechazasen, enfermó gravemente, muriendo el 30 de noviembre de 1944 a
los cincuenta y dos años de edad.
El gobierno irlandés había destruido todos los archivos sobre la Brigada Irlandesa en 1940.