Científicas invisibles: el efecto Mathilda
NURIA AZANCOT | 10/02/2017
Hasta hace poco, la
historia oficial de la ciencia prefería ignorar la presencia de
destacadas investigadoras en un pasado no siempre tan lejano. Poco a
poco, gracias a los estudios de género, comenzó a reivindicarse la
importancia de Marie Curie, Hipatia de Alejandría, Hildegarda de Bingen o
Maria Mitchell, pero son muchas las científicas que aún permanecen
ocultas y olvidadas, aunque especialistas como S. García Dauder y
Eulalia Pérez Sedeño recuperen ahora algunos nombres en Las ‘mentiras' científicas sobre las mujeres (Catarata).
Las autoras de este apasionante volumen, que describe falsedades
científicas sobre las mujeres y las diferencias sexuales y analizan la
invisibilidad de las mujeres en la ciencia, entre otras cuestiones,
explican que todo se debe al llamado “efecto Mathilda”. En su opinión,
la causa de la falta de reconocimiento oficial sería que siempre se
atribuye el éxito o descubrimiento al científico de más prestigio en
caso de colaboración, y que, a quien no tiene, se le quitará incluso lo
poco que tiene.
Los ejemplos -de los que elcultural.es ofrece a continuación sólo una significativa muestra extraída de Las mentiras ‘científicas'... son tan numerosos como sorprendentes.
Agnes Pockels (1862 - 1935) fue una de las grandes
pioneras de la química, inventora del método cuantitativo para medir la
tensión superficial. Aunque apenas tuvo formación formal, porque en
aquella época las universidades alemanas no admitían mujeres, y cuando
comenzaron a hacerlo sus padres le prohibieron ir, Agnes pudo estudiar
con los libros de su hermano, y desarrolló un dispositivo que le
permitía medir la tensión superficial de monocapas de sustancias
hidrofóbicas, como aceites y grasas, y anfipáticas, es decir, que poseen
una parte soluble en agua y otra que rechaza el agua. Su descubrimiento
se publicó en la revista Nature, con el título de “tensión superficial”
y en ella establecía las bases de la investigación cuantitativa de las
películas superficiales, un nuevo campo cuyo reconocimiento llegó con la
concesión del premio Nobel en 1932 a Irving Langmuir, por el
perfecccionamiento del dispositivo de Pockles, pero se obvió la
invención original.
Nettie Stevens (1861-1912) descubrió que el sexo de un
ser vivo depende de un cromosoma concreto. Además de localizar y
describir los cromosomas sexuales y su comportamiento, Stevens supo
interpretar su función en relación con las leyes mendelianas de la
herencia, lo que fundamentó la teoría cromosómica de la determinación
del sexo. Publicó su trabajo en 1905, el mismo año en el que Edmundo B.
Wilson publicó un artículo de dos páginas en Science en la misma línea
de investigación, y en el que explica que sus descubrimientos
“concuerdan con las observaciones de Stevens”, lo que sugiere la
prioridad de la científica en el hallazgo. Sin embargo, y a pesar de que
en su época obtuvo reconocimiento por parte de sus contemporáneos,
incluido el propio Wilson, con el tiempo sólo éste fue apareciendo como
el descubridor.
Isabella Helen Lugski (1921). Si busca su nombre en las
redes, apenas encontrará entradas sobre esta precursora, más conocida
como Isabella Karle por el apellido de su marido, el químico Jerome
Karle. Según explica Las ‘mentiras' científicas sobre las mujeres “ella
desarrolló una serie de técnicas para determinar la estructura
tridimensional de moléculas por cristalografía de rayos X, pero el
premio Nobel de Química de 1985 se lo dieron a su esposo, y a su
colaborador Herbert A. Hauptman, “por sus sobresalientes logros en el
desarrollo de métodos directos para determinar las estructuras de los
cristales”.
Gerty Cori (1896-1957) se convirtió en la tercera mujer
en el mundo y primera en Estados Unidos en ganar un Premio Nobel en
Ciencias y la primera mujer a nivel mundial en ser galardonada con el
Premio Nobel de Fisiología o Medicina. Sin embargo, su relación con las
autoridades académicas y científicas fue un despropósito toda su vida.
Aunque colaboró con su marido, Carl Cori, desde su matrimonio en 1920,
algunas universidades le ofrecieron trabajo a Carl, pero se negaron a
contratarla a ella o le ofrecieron un sueldo insultante (en la
universidad de Washington, por ejemplo, le ofrecieron solamente un
puesto como investigadora asociada, con un sueldo que correspondía a la
décima parte de lo que ganaba Carl). Lo peor, con todo, vendría después:
en 1947 la Academia Sueca les concedió el premio Nobel de Medicina por
«su descubrimiento del proceso de la conversión catalítica del
glucógeno», compartido con el fisiólogo argentino Bernardo Houssay, el
dinero del premio, en vez de repartirse entre los tres premiados se
dividió en dos, una para Housay y otra para los Cori.
Rosalind Franklin (1920-1958) fue responsable de
importantes contribuciones a la comprensión de la estructura del ADN
(las imágenes por difracción de rayos X que revelaron la forma de doble
hélice de esta molécula son suyas), del ARN, de los virus, del carbón y
del grafito. Sin embargo, James D. Watson en su libro “La doble hélice”
oscureció la importancia de sus hallazgos causando tanta polémica que
tuvo que pedirle perdón y retractarse públicamente. En él, Watson
presentaba a Franklin casi como a una “becaria”, a pesar de que tenía el
mismo nivel profesional que los otros codescubridores, Francis Crick y
Maurice Wilkins, y de que ella fue la autora de la famosa foto que
Wilkins “tomó prestada”, y que dió la pista de cómo podría ser la
estructura del ADN. Su figura siempre estuvo oscurecida, pues
concedieron el Nobel a Crick, Watson y Wilkins cuendo ella ya había
muerto.
Lise Meitner (1878-1968). En 1938, Otto Hahn y Frtiz
Strassmann hicieron un experimento que consistía en lanzar neutrones
lentos sobre uranio. El resultado fue que conseguían bario, elemento
casi la mitad de ligero que el uranio. Lise Meitner, que había formado
parte de su equipo antes de tener exiliarse por ser judía, comprendió de
inmediato que significaba ese hallazgo, que le consultó el propio Hahn:
habían logrado la fisión nuclear. Tras una serie de cálculos que
comenzaron a garabatear la propia Meitner y su sobrino y colaborador
Otto Frisch, explicaron otra serie de detalles del fenómeno descubierto
por Hanh y Strassmann, antes de que se hubiera publicado el artículo de
estos. Sin embargo, el Nobel de Química de 1944 lo obtuvo sólo Hahn. Un
estudio publicado en 1997 por la revista Physics Today concluyó que la
omisión de Meitner fue “un raro ejemplo en el que opiniones personales
negativas aparentemente llevaron a la exclusión “de un científico que
merecía el premio”.
Frieda Robscheit-Robbins (1888-1973) comenzó a
colaborar a los veinticuatro años con el patólogo George Hoyt Whipple ,
con quien trabajó durante más de treinta años, formando conjuntamente
todos las investigaciones. Juntos, pues, descubrieron la cura para la
entonces enfermedad mortal de la anemia perniciosa, pero el premio Nobel
de Medicina de 1934 por ese hallazgo se lo dieron sólo a él, algo que
le avergonzó tan profundamente que repartió el dinero del premio con
ella y otras dos colaboradoras.

De izqda. a dcha. Sau Lan Wu, Tatiana Ehrenfest-Afanasyeva, Jocelyn Bell y Bärbel Inhelder
Otras científicas postergadas fueron Sau Lan Wu, que
formó parte del equipo de Samuel Ting que descubrió una partícula
subatómica, por la que Ting (y no ella ni con ella) recibió el Nobel de
Fisica en 1976; Bärbel Inhelder, esencial en el campo
de aprendizaje y la estructura del conocimiento, especialmente en niños y
adolescentes, muchas de cuyas investigaciones fueron realizadas y
publicadas con Jean Piaget aunque hoy la fama de éste la haya opacado; Jocelyn Bell,
quien mientras hacía su tesis doctoral descubrió los pulsares, aunque
el premio Nobel por ese descubrimiento se lo dieron al director de su
tesis en 1974 o Tatiana Ehrenfest-Afanasyeva, cuyos
trabajos sobre los fundamentos de la física estadística se vieron
oscurecidos por haberlos realizados con su esposo, Paul Ehrenfest. La
lista es infinita, tan larga como el olvido que ahora, al fin, comienza a
disiparse.